El “Lolo” y el “Chungo” son dos personajes cotidianos, reales como la vida misma. Son dos colegas muy colegas, del mismo barrio, y que cualquiera puede encontrarse en la calle, dando un paseo por el río o comprando en el “súper”. Cualquiera podría pensar que son sus vecinos, con los que comparte escalera. Detestaban cualquier tipo de ejercicio que no fuera el simple hecho de caminar por las aceras para ir a trabajar. Y eso, ya era mucho. De edad indeterminada, entre los 35 y los 45 años, creo yo, ambos habían optado por la vida sedentaria desde hacía ya mucho tiempo. Sabían que estaban aburguesándose, y estaban dando por hecho que el deporte sólo se ve en la tele los domingos por la tarde y que el único movimiento útil de sus cuerpos era acercar la mano para coger la cerveza y un puñado de patatas fritas del Mercadona mientras compartían charlas, escuchando el “carrusel Deportivo”.
En cambio, el “Chungo”, lo más cerca que había visto un aparejo de deporte había sido a través del escaparate de una tienda de ropa deportiva. Y cada vez que lo hacía guiñaba descontroladamente y empezaba a temblarle la barbilla violentamente. Vamos, un cromo. Estos episodios se sucedían desde que, cuando tenía ocho años, su madre le compró una cinta de color lila para el sudor para la cabeza. En clase de gimnasia, el profesor lo obligaba a ponérsela. Esa cinta maldita junto con los calcetines amarillos y el uniforme naranja a rayas del colegio para las clases de gimnasia le produjeron un shock tal que nunca llegó a recuperarse.
Continuará…
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